-?Qué manera de granizar! -exclamaba la princesa a cada azote, y bien empleado le estaba. Finalmente, llegó a la monta?a y llamó. Se oyó un estruendo semejante a un trueno; se abrió la monta?a, y la hija del Rey entró, seguida del amigo de Juan, que, siendo invisible, no fue visto por nadie. Siguieron por un corredor muy grande y muy largo, cuyas paredes brillaban de manera extra?a, gracias a más de mil ara?as fosforescentes que subían y bajaban por ellas, refulgiendo como fuego. Llegaron luego a una espaciosa sala, toda ella construida de plata y oro. Flores del tama?o de girasoles, rojas y azules, adornaban las paredes; pero nadie podía cogerlas, pues sus tallos eran horribles serpientes venenosas, y las corolas, fuego puro que les salía de las fauces. Todo el techo se hallaba cubierto de luminosas luciérnagas y murciélagos de color azul celeste, que agitaban las delgadas alas. ?Qué espanto! En el centro del piso había un trono, soportado por cuatro esqueletos de caballo, con guarniciones hechas de rojas ara?as de fuego; el trono propiamente dicho era de cristal blanco como la leche, y los almohadones eran negros ratoncillos que se mordían la cola unos a otros. Encima había un dosel hecho de telara?as color de rosa, con incrustaciones de diminutas moscas verdes que refulgían cual piedras preciosas. Ocupaba el trono un viejo hechicero, con una corona en la fea cabeza y un cetro en la mano. Besó a la princesa en la frente y, habiéndole invitado a sentarse a su lado, en el magnífico trono, mandó que empezase la música. Grandes saltamontes negros tocaban la armónica, mientras la lechuza se golpeaba el vientre, a falta de tambor. Jamás se ha visto tal concierto. Peque?os trasgos negros con fuegos fatuos en la gorra danzaban por la sala. Sin embargo, nadie se dio cuenta del compa?ero de Juan; colocado detrás del trono, pudo verlo y oírlo todo. Los cortesanos que entraron a continuación ofrecían, a primera vista, un aspecto distinguido, pero observados de cerca, la cosa cambiaba. No eran sino palos de escoba rematados por cabezas de repollo, a las que el brujo había infundido vida y recubierto con vestidos bordados. Pero, ?qué más daba! Su única misión era de adorno. Terminado el baile, la princesa contó al hechicero que se había presentado un nuevo pretendiente, y le preguntó qué debía idear para plantearle el consabido enigma cuando, al día siguiente, apareciese en palacio. -Te diré -contestó-. Yo elegiría algo que sea tan fácil que ni siquiera se le ocurra pensar en ello. Piensa en tu zapato; no lo adivinará. Entonces lo mandarás decapitar, y cuando vuelvas ma?ana por la noche, no te olvides de traerme sus ojos, pues me los quiero comer. La princesa se inclinó profundamente y prometió no olvidarse de los ojos. El brujo abrió la monta?a, y ella emprendió el vuelo de regreso, siempre seguida del compa?ero de Juan, el cual la azotaba con tal fuerza que ella se quejaba amargamente de lo recio del granizo y se apresuraba cuanto podía para entrar cuanto antes por la ventana de su dormitorio. Entonces el compa?ero de viaje se dirigió a la habitación donde Juan dormía y, desatándose las alas, se metió en la cama, pues se sentía realmente cansado. Juan despertó de madrugada. Su compa?ero se levantó también y le contó que había tenido un extra?o sue?o acerca de la princesa y de su zapato; y así, le dijo que preguntase a la hija del Rey si por casualidad no era en aquella prenda en la que había pensado. Pues esto era lo que había oído de labios del brujo de la monta?a. -Lo mismo puede ser esto que otra cosa -dijo Juan-. Tal vez sea precisamente lo que has so?ado, pues confío en Dios misericordioso; él me ayudará. Sea como fuere, nos despediremos, pues si yerro no nos volveremos a ver. Se abrazaron, y Juan se encaminó a la ciudad y al palacio. El gran salón estaba atestado de gente; los jueces ocupaban sus sillones, con las cabezas apoyadas en almohadones de pluma, pues tendrían que pensar no poco. El Rey se levantó, se secó los ojos con un blanco pa?uelo, y en el mismo momento entró la princesa. Estaba mucho más hermosa aún que la víspera, y saludó a todos los presentes con exquisita amabilidad. A Juan le tendió la mano, diciéndole: -Buenos días. Acto seguido, Juan hubo de adivinar lo que había pensado la princesa. Ella lo miraba afablemente, pero en cuanto oyó de labios del mozo la palabra ?zapato?, su rostro palideció intensamente, y un estremecimiento sacudió todo su cuerpo. Sin embargo, no había remedi ?Juan había acertado! ?Qué contento se puso el viejo Rey! Tanto, que dio una voltereta, tan graciosa, que todos los cortesanos estallaron en aplausos, en su honor y en el de Juan, por haber acertado la vez primera. Su compa?ero tuvo también una gran alegría cuando supo lo ocurrido. En cuanto a Juan, juntando las manos dio gracias a Dios, confiado en que no le faltaría también su ayuda las otras dos veces. Al día siguiente debía celebrarse la segunda prueba. La velada transcurrió como la anterior. Cuando Juan se hubo dormido, el compa?ero siguió a la princesa a la monta?a, vapuleándola más fuertemente aún que la víspera, pues se había llevado dos varas; nadie lo vio, y él, en cambio, pudo oírlo todo. La princesa decidió pensar en su guante, y el compa?ero de viaje se lo dijo a Juan, como si se tratase de un sue?o. De este modo nuestro mozo pudo acertar nuevamente, lo cual produjo enorme alegría en palacio. Toda la Corte se puso a dar volteretas, como las vieran hacer al Rey el día anterior, mientras la princesa, echada en el sofá, permanecía callada. Ya sólo faltaba que Juan adivinase la tercera vez; si lo conseguía, se casaría con la bella muchacha, y a la muerte del anciano Rey heredaría el trono imperial; pero si fallaba, perdería la vida, y el brujo se comería sus hermosos ojos azules.
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